Artículo de Maria Rosa Lojo en el diario La Nación
Pocos meses antes de su muerte (un 27 de enero de 1979), Victoria Ocampo empezó a retroceder en el tiempo. Ya muy enferma, recibía a los visitantes en el dormitorio. Con los ojos despejados y claros, sin las gafas de marco blanco ni la redecilla que le achataba la cabellera, llevaba el pelo apenas recogido en la nuca por una cintita rosa y tenía dice la escritora María Esther Vázquez, su biógrafa “un insólito aire juvenil”.
En varios sentidos, se iba de este mundo ligera de equipaje. La casa de San Isidro donde murió, legada en vida a la Unesco, ya no era suya. A lo largo de unas cinco décadas había consumido tres cuantiosas herencias para mantener una empresa cultural sin par en la Argentina y en América Latina.
En otros aspectos, esa muchacha casi nonagenaria que agonizaba con lucidez en un cuarto luminoso, seguía cargando una pesada mochila de estereotipos aún gravitantes. Su amigo Waldo Frank señaló con ironía que le habían tocado en suerte tres “maldiciones”: belleza, riqueza e inteligencia. No es extraño que los más rancios clichés sobre la clase social y el género sexual, sumados a los provenientes de perspectivas geopolíticas, se crucen y se acumulen en retratos y semblanzas (incluso los de confesos admiradores). Esa cubierta opaca impide el acceso a un ser inclasificable que tuvo el valor de vivir como “un individuo en un país y una época en que las mujeres eran genéricas” (Borges dixit).
Como ella misma lo expresó, reunía todos los requisitos para que la masacraran. Su fortuna (aunque estaba lejos de ser una “nueva rica”) y su procedencia periférica, la convertían en candidata insuperable al mote de “rastacueros”. Así (millonaria exótica, caprichosa, excéntrica) llegó a verla incluso una congénere genial: Virginia Woolf, cuya obra tanto admiró y difundió Victoria Ocampo. El prejuicio geopolítico (agravado por la condición femenina de su objeto) se hizo sentir sobre todo en el por entonces famoso conde de Keyserling, filósofo báltico de cultura teutónica, que dibujó en susMeditaciones Suramericanas una mujer telúrica y serpentina, nueva esfinge de “angosta cabecita”, reacia al orden del Espíritu y gobernada por los impulsos irracionales de la “gana”. Probablemente la imagen hubiera sido algo más halagadora de haber cedido Victoria a sus pretensiones eróticas, como él mismo lo reconoce en su libro posterior de memorias Viaje a través del tiempo: “Así la sensación de haber sido traicionado me hizo transfigurar a Victoria en diablesa o india que a mansalva me disparaba flechas envenenadas.”
El de “esnob” fue el más resistente (y automático) de todos los epítetos. Siempre funcionó, apunta la crítica Victoria Liendo, como el adjetivo más servicial para descalificar a las mujeres que (desde cierta posición de saber o de poder) se ponían a hacer “cosas de hombres”: escribir, leer, publicar. Ocampo, que no solo había nacido rica, sino también hermosa, cometía además otro delito; atraía inexorablemente, pero se reservaba el derecho de elegir con absoluta libertad sus partenaires, aunque fueran según el juicio del algo despechado Ortega y Gasset intelectualmente irrelevantes, como el buen mozo Julián Martínez, gran amor de Victoria y su pareja durante catorce años. A pesar de su “herida narcisista” y de que Ortega considerase entonces a las mujeres como inspiradoras, impulsoras y musas de los varones, más que como creadoras por sí mismas, es justo decir que alentó siempre a Victoria en sus afanes intelectuales y la publicó en su Revista de Occidente, además de sugerir el nombre de la que sería la Revista Sur.
Otros mostraron menos benevolencia, inclusive los mejores. Así, el argentino Leopoldo Marechal, que no se privó de ofrecer una ríspida caricatura en su gran novela Adán Buenosayres. Entre los personajes de su Infierno, bajo el ropaje de una “Ultra” (“superhembras templadas como laúdes”), aparece reconocible Titania
Victoria, “con esa majestad dice el narrador que tantas veces le había yo admirado en la Buenos Aires visible”. Se ridiculiza su postura feminista, que la lleva a demostraciones absurdas (pesar en una balanza dos cerebros, uno masculino, y otro femenino); se lee su vocación cultural en términos de una perpetua voracidad erótica (algo que ya había hecho en sus “epitafios” la vanguardia martinfierrista, cuyas andanzas juveniles cuenta la novela). Como toda “Ultra” modélica, Titania es una impostora; solo puede imitar “con sus falopiales bocinas”, el “sonido puro del intelecto”. Su esnobismo la lleva no solo a “coleccionar” eminentes varones del arte y el pensamiento, argentinos y extranjeros, sino también a querer ilustrar a los peones de su estancia con abstrusas lecturas. Victoria, la descolocada, queda por fin en su sitio: la serie de las “bachilleras”, “marisabidillas”, “preciosas ridículas”, “bas-bleu”, nombres despectivos reciclados a través de las épocas para marcar las supuestamente debidas distancias entre la auténtica intelectualidad (masculina) y la parodia que una irredimible frivolidad femenina se empeña en practicar.
Victoria Ocampo fue una de nuestras mujeres de letras más visibles y peor interpretadas. Malentendida desde el origen por su propio padre, que consideraba sus inclinaciones artísticas una veleidad incómoda pero pasajera; subestimada, hasta hace relativamente poco, como escritora por derecho propio, olvidando los ensayos, las crónicas y los testimonios publicados en vida, amén de la magnífica Autobiografía que, fiel en eso al decoro de la época “victoriana” en la que había nacido, autorizó a imprimir solo después de su muerte. Pocas, acaso, se sintieron conminadas a dar, como ella, tantas explicaciones de todo tipo: que su admiración epistolar efusivamente expresada por la obra de algunos corresponsales célebres no tenía por qué traducirse en un paralelo arrebato sexual por los personajes de carne y hueso; que escribía originalmente en francés y se traducía o se hacía traducir al castellano, no por tilinguería sino porque en francés había recibido su educación literaria; que militaba en una causa trascendente a cualquier sectarismo: la liberación de un proletariado universal oprimido, el de las mujeres, siempre uno o varios escalones más abajo que los hombres, en todas las clases sociales.
Cuando estudié la carrera de Letras, en la Universidad de Buenos Aires, sus obras (lo mismo sucedía con las de tantas otras escritoras de talento) no estaban en los programas. Tiempo después, ya como graduada y becaria del Conicet, di con los tomos de la Autobiografía en la Biblioteca del Instituto de Literatura Argentina. No la había conocido en persona. Pero pude escucharla con los ojos a través de esos libros que ya no iba a olvidar.
No es raro que en una autobiografía se hable del linaje familiar, menos aún en el caso de Ocampo, donde lo privado se entrelaza con lo público de manera ostensible: sus ancestros integran el friso de próceres fundadores (los founding fathers) de nuestra nación. Consciente del aporte que ha añadido, aspira también a una proceridad, aunque distinta. Ella, que por libre elección no tuvo hijos biológicos, pide, sin estar segura de obtenerlo, el reconocimiento que se le debe como “madre intelectual” de un país “ingrato y querido”, tan demandante de cuidados como un niño en crecimiento.
Dos décadas después de aquel primer encuentro con su obra, Victoria emergería, protagónica, en mi novela Las libres del Sur (2004). Pero no como consolidada prócer de la cultura, sino en sus años de mujer aún joven, en formación. Su rebeldía, sus dudas, sus contradicciones, sus inseguridades, sus equivocaciones, su aprendizaje, diseñaron para mí un personaje cautivante, tanto por su humana vulnerabilidad como por su fuerza. Me siento vinculada a ella, especialmente, por una palabra que acaba de entrar, al fin, al Diccionario de la Real Academia Española: la “sororidad”, del latín soror: hermana, que define un vínculo de hermandad solidaria entre mujeres. Más allá de las diferencias de clase, sociedad y época, todas continuamos la lucha de esta hermana mayor.
(Foto: Archivo Telam)