En la familia, su padre gallego era el contador de historias, un talento que ella heredó del mismo modo que heredó la nostalgia. “Creo que con la literatura –dijo en una entrevista– lo que hacemos es buscarle un sentido a la existencia humana”. Por eso, también la literatura es una patria mestiza que nos recibe con los brazos abiertos en nuestros múltiples exilios y naufragios cotidianos. Es la tierra donde afloran las palabras viejas que aprendimos en la infancia, las historias donde se pueden hacer preguntas que no tienen respuesta, el lugar de los misterios no develados.
La señora de ojos vendados que está en los Tribunales desoyó el pedido de María Elena Walsh y no se quitó la venda ni lloró. Basta con mirar el noticiero para saber que la justicia humana suele, con excesiva frecuencia, no ser justa.
Por suerte, existe la justicia poética, aunque se la defina como un mero tópico literario. Es ella la que permite evitar los desajustes temporales entre la muerte de los dictadores y el deseo de regreso de los exiliados, la que hace posible viajar al origen a través de la lengua paterna, la que intenta curar la nostalgia con un conjuro de palabras.