Entre los bellos y sabios conceptos de la cultura japonesa está el “Kintsugi”, que tiene un antiguo origen histórico, como técnica para reparar cerámica rota con un barniz de resina espolvoreado de metales preciosos. Las piezas así arregladas llegan, incluso, a tener más valor que las originales nunca dañadas. Esta práctica tiene ricas implicaciones filosóficas. Nos muestra que las heridas de los objetos y de los seres no necesariamente los afean o invalidan. Por el contrario, pueden ser exhibidas y suturadas de tal modo que hasta los mejoran y los embellecen.
Pienso, por contraste, en un famoso y conmovedor poema de la poeta estadounidense Elizabeth Bishop (1911 – 1979): “El arte de perder”, que exhorta a la aceptación de la pérdida como hecho inevitable del devenir. No nos queda otro remedio que ser buenos perdedores para seguir viviendo, debemos desprendernos de lugares que no volveremos a visitar, de nombres, cosas, de seres amados que nos dejan por el abandono o por la muerte. Sin embargo, esa misma poesía funciona como “Kintsugi” en tanto, amorosamente, reúne y reintegra el mapa disperso de lo perdido con su polvo de oro.
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