“Siempre habrá habido padres poco amigables, capaces de esgrimir los motivos más antojadizos para denegar la mano de una hija, en los tiempos donde aún ejercían esa potestad. Pero alegar contra el color de ojos del candidato matrimonial parece batir el récord de lo asombroso: “¡Jamás daré mi hija a un hereje que no tiene marca y que se parece en los ojos a un caballo Quitilipe’!”, cuenta Guillermo Dávila (1870) que arguyó el padre en cuestión.
El pretendiente era un ingeniero alemán de familia hidalga: Carlos von Phforner (o Pförtner); la pretendida, una belleza criolla, probablemente morocha y de ojos oscuros, ya que los ojos “quitilipe” del aspirante le resultaban a su padre tan desagradables. Aunque aquí no se trataba solo de estética y ni siquiera de racismo. No es que faltasen en La Rioja notorios varones de ojos azules, desde el general Tomás Brizuela (apodado por eso “el zarco”) hasta el mismísimo Chacho Peñaloza. El suegro disconforme, propietario rural sin veleidades de poeta, demostraba, sin embargo, buen instinto para los símiles. Los “ojos de caballo Quitilipe” definían breve y acertadamente toda una trama de inaceptables minusvalías y extrañezas.