María Rosa Lojo 11 de agosto de 2019
La China, digna de tantos relatos, ha sido relativamente poco visitada y poco narrada entre los escritores argentinos.
Eduardo Wilde (1844-1913) anduvo por el entonces Celeste Imperio en 1897 y dejó expresivas crónicas donde vio -desde su óptica modernizadora y positivista- la superstición y el atraso junto con la belleza, pero también presintió los gérmenes de una poderosa transformación futura: “Aparecen movimientos que indican una tendencia nueva destinada a crecer y cuyo fin será traer a la China al gremio de los pueblos avanzados.”
Ese momento ya llegó y en marzo de 2019 tuve el privilegio de atestiguarlo con mis propios ojos. El larguísimo viaje me llevó de Buenos Aires a Frankfurt, de Frankfurt a Chengdú (hogar de los osos panda), y de allí a la vecina Suining. Estaba invitada a la Semana Poética Internacional de esa ciudad, celebrada anualmente en homenaje al poeta Chen Zi’Ang (circa 661-702), un clásico de la dinastía Tang que renovó la poesía de su tiempo e introdujo en su temática la vida social cotidiana.
El encanto visual, intenso y sutil, lo impregna todo en este país literalmente extraordinario que seguí conociendo después del Festival. Convive con la tecnología de última generación y los trenes bala, con sólidas urbanizaciones recién hechas que parecen cordilleras. Desde los fuegos de artificio y las luminarias nocturnas, que brillan sobre los espejos de agua o encienden en un día interminable la ciudad de Shanghái, hasta la tornasolada Gruta de la Flauta de Caña, en Guilin, la luz y el color ejercen una metamorfosis mágica del mundo. China es un vasto escenario escenográfico donde cualquier cosa puede transformarse en otra. Así se transfiguran, en los parques, arbustos podados con una imaginación digna del “hombre de manos de tijeras”, o grandes árboles se reducen al tamaño de una maceta en colecciones de bonsáis, como las de la Colina del Tigre.
Otras historias nos hablan, en cambio, de meditación y retiro reflexivo: no solo en los templos y monasterios budistas visitados tanto por curiosos como por creyentes, sino también en residencias de funcionarios imperiales desencantados de las intrigas cortesanas, como el Jardín del administrador humilde. Lo “humilde” sin duda no es esta propiedad magnífica (modelo paisajístico y edilicio), sino la renuncia de su primer dueño y constructor (un funcionario de la dinastía Ming) a las vanidades del poder mundano. Rocas, árboles y flores, canales por donde nadan peces coloridos, casas y “kioscos” de madera y tejas, con distintas funciones, son los elementos esenciales de estos jardines clásicos. En los senderos y pisos de piedra, trabajados como mosaicos, pueden verse figuras significativas: una de ellas, la del murciélago, que, muy al contrario de nuestra repulsa cultural, se asocia en China con la dicha y la buena fortuna, en principio porque el segundo de los dos caracteres que lo designan se pronuncia de manera parecida a la palabra “felicidad”.
No solo el imaginario tradicional, sino además la organización actual de la vida es bien distinta de la nuestra, empezando por un sistema que combina la visible inversión capitalista extranjera, una pujante industria ya de origen nacional y una fuerte conducción política de partido único, en un país con 1400 millones de habitantes pertenecientes a 56 etnias (aunque una, la Han, sea claramente mayoritaria). Aun al costo del desarraigo (y los conflictos con la ya existente población citadina) las masas rurales más pobres van siendo reubicadas en las áreas urbanas para cubrir la necesidad de mano de obra industrial o de servicios. Si bien todavía no se reparten de manera homogénea, los beneficios de nueve años de educación básica gratuita y obligatoria y las ofertas de becas para otros estudios llegan cada vez más a todas las zonas.
Así como resulta peculiar la articulación de un capitalismo de mercado con una estructura política comunista, también lo es la combinación de valores laicos y contemporáneos con otros valores y costumbres que podríamos llamar ancestrales. Nuestra guía en Pekín nos ilustra sobre diversos aspectos de la sociabilidad. El aborto está permitido, explica. En cambio, una madre soltera que decidiera tener un hijo se encontraría en serios problemas para incluirlo en el sistema de la ciudadanía. La estructura familiar biparental sigue considerándose un pilar de la sociedad, el matrimonio no puede celebrarse hasta la mayoría de edad de los contrayentes y se espera que un niño (recientemente pueden ser dos) nazca en una familia legalmente constituida, aunque luego la pareja se divorcie. El concepto confuciano de “piedad filial” continúa siendo importante y los descendientes deben compensar a sus padres por la dedicación que de ellos han recibido; incluso con descuentos realizados de manera automática en sus recibos de sueldo (al menos, en Pekín).
Los padres jubilados, por su parte, tampoco abandonan a los hijos adultos a su suerte. Mientras pasean y conversan en los parques o juegan al mahjong con sus coetáneos, suelen llevar en los bolsillos los CV (con foto) de sus vástagos en edad de merecer que aún no han encontrado un alma gemela, para mostrarlos oportunamente. Quizás alguna boda salga de esta vieja práctica casamentera, aunque los portales publicitarios en Internet donde los jóvenes mismos publican sus datos alcanzan seguramente una difusión más amplia.
Como las bandejas giratorias de sus mesas redondas, China danza ante nuestros ojos. Cada plato de las variadas comidas, cada lugar de su territorio, es una sorpresa presentada con arte y compartida con alegría. Así ocurrió en la cena de despedida del Festival de Suining, donde nuestros anfitriones -mujeres y hombres de distintas generaciones, autoridades y empleados comunes- levantaron juntos sus minúsculos vasitos de licor transparente para enseñarnos cómo la felicidad que traen los murciélagos y los nuevos amigos puede beberse hasta el fondo.
Nota publicada originalmente en La Nación, 11 de agosto de 2019.